Altagracia está de pie en la cocina, frente a la
vitrocerámica. Había estado buscando las cerillas para encender el fuego, pero
el pitido que provocó el trapo que tapaba los mandos
le recordó que solo tenía que presionar un punto de la superficie para
poder cocinar. Siente un dolor agudo en las rodillas, que tienen que soportar
su pesado cuerpo. Ella es una octogenaria de huesos anchos, la más alta de los
mayores del barrio. En las fotos de la asociación de vecinos, donde aprende a
pintar, siempre sobresale de forma sustancial por encima de los demás. En su
cabeza el cabello está estratégicamente colocado, cargado de laca, para
disimular las zonas despobladas. Sus manos artríticas manejan con dificultad la
cuchara de madera con la que remueve lentamente y a intervalos la leche del
cazo. Mientras ella se pierde en una realidad pasada la leche hirviendo rebosa.
El ruido del microondas la devuelve al presente y apaga el fuego. Camina despacio,
balanceándose de lado a lado hasta el electrodoméstico. Saca el café y lo
mezcla con la leche del cacito. Se sienta en la mesa y mira fijamente el plato
vacío que espera unas tostadas que vuelve a calentar.
– ¿Qué pasa mamá?, ¿cómo has dormido? – Le pregunta
Damián, el menor de sus hijos. Lleva dos meses viviendo con ella. Un año
después del nacimiento de su bebé, su mujer pensó que con un solo hombre en su
vida sería más feliz y le pidió el divorcio. Damián volvió a casa de su madre
con la excusa de servirle de apoyo.
– ¿Cómo va a ir? Pues mal, como siempre. No cerré los
ojos hasta las tres de la mañana por lo menos. Luego te oí llegar a las cuatro
y ya no pude dormir más. En la tele no echan nada a esas horas, así que he
estado mirando por la ventana hasta que ya no aguantaba más acostada– Ella le
responde mirándole a la cara buscando algún tipo de contacto. Él no la mira.
– Mamá no sé para qué calientas el café en el
microondas y la leche en el fuego, luego te quejas de que siempre estás
limpiando. No veas cómo has puesto la vitro – se ha servido en una taza el café
que quedaba frío en la encimera y la leche sobrante. Ha pronunciado sus últimas
palabras fuera de la cocina.
Para sacar a sus hijos adelante Altagracia había
trabajado cada día de su vida. Pasó muchas temporadas doblada sobre la tierra
hasta que el dinero que ganó junto a su esposo les dio para montar un pequeño
comercio. Durante unos años se encargó de atender la tienda, al mismo tiempo
criaba a sus tres hijos mayores, llevaba la casa y cuidaba de los animales que
tenían en el corral. Cuando el mayor de sus hijos cumplió los diez vendieron el
negocio y la casa para mudarse a Bélgica. Allí se ganaba más dinero decía la
gente, y en un pueblecito fronterizo encontró trabajo en una fábrica, lejos de
casa. Se pasaba todo el día fuera mientras su madre le hacía de niñera. Al
regresar a España se instalaron en Barcelona donde se empleó como cocinera en
un importante restaurante, las jornadas eran interminables. Más adelante lo
dejó para limpiar oficinas de noche, incluidos los fines de semana. Ella, que
había sufrido las privaciones y había vivido el horror de la guerra, no quería
que a ninguno de sus hijos les faltara de nada. Su principal anhelo era que
estudiaran para ser alguien en la vida.
– Mamá me voy a nadar un rato, vendré a la hora de la
comida. Hazme una tortilla de patatas y una ensalada que con eso como. Venga
guapa nos vemos luego– Tras el golpe de la puerta el piso queda en silencio,
como siempre desde hace años. La soledad que entristece y aburre a Altagracia
le otorga el descanso de no estar pendiente de las necesidades de los demás.
Después del último sorbo de café, el plato sigue vacío
y el pan echa humo dentro de la tostadora porque Altagracia ha calentado las
tostadas más de tres veces. Se levanta de la mesa sin haber ingerido nada
sólido. Un despertador situado en una balda de la cocina imita el sonido de un
gallo. El volumen de la alarma le indica a todo el bloque que son las diez y
media de la mañana. Ella lo mira y encuentra a su lado una pizarra grande en la
que hay escrito en letras rojas “Mamá la insulina, son cuatro rayitas”.
Obedece, saca la medicación de la nevera y se inyecta en la barriga la dosis
que calcula mirando y contando una y otra vez las rayas de la pluma de insulina.
Cansada se dirige a su butaca, la que está situada en el comedor, entre la
puerta del balcón y la tele. Se deja caer sobre ella para evitar doblar las
rodillas. Mira hacia la calle. Los rayos que emite el sol de la primavera le
calientan la cara y el calor le recuerda a su tierra; a la vida en la calle, a
sus hijos jugando delante del portal de casa, a aquellos que con ella
resurgieron de la nada después de que el ejército arrasara con sus
pertenencias. Apoya la cabeza en una de las orejas del sillón y se duerme.
Suena el teléfono pero Altagracia no se despierta,
está agotada. Es la llamada diaria de su hija la mayor, la que vive lejos.
Normalmente hablan diez minutos pero la conversación está vacía, hace mucho que
no se ven y Altagracia no tiene tantas historias que contar. Tampoco le apetece
atender las mismas quejas sobre la vida todos los días.
Suena un llavero cargado y se abre la puerta. Sol, la
hija pequeña, anterior a Damián, viene a hacer las tareas que su madre le
exige. Cruza el pasillo cargada de bolsas y llega al comedor sin aliento.
– ¿Mamá, estás durmiendo? – dice bajito mientras
suelta la carga sobre la mesa.
Ante la falta de respuesta se dedica a colocar la
compra; las sábanas nuevas que Altagracia no necesita pero que se ha empeñado
en tener, el ventilador pequeño, igual que el de la vecina, porque hay que
estar preparada para el verano que luego en su cuarto hace mucho calor, y la
verdura que compra semanalmente en el mercado de los agricultores de la zona.
Sol tiene que hacer el cambio de armario. Sacar los abrigos y jerséis del ropero
para meterlos en el altillo, y bajar de este los vestidos y la colcha fina.
Hace montones con la ropa para lavar y tender durante el día. Después de poner
la primera lavadora sale de casa para acudir a su cita con el médico. Sol
padece una enfermedad crónica y no puede trabajar, pero sus dolores no la
excusan del cuidado de su madre, ni de sus hermanos, ni de sus sobrinos. Cumple
con una antigua tradición donde la hija pequeña debe dedicarse a cubrir las necesidades
de la familia.
Un portazo despierta a Altagracia. Después de unos
largos segundos necesarios para activar de nuevo su mente no entiende por qué su ropa
está doblada encima del sofá, ni por qué hay maletas abiertas sobre la mesa.
Damián se detiene en la cocina y ve que no tiene preparada la comida, cruza el
pasillo furioso y se para en el umbral de la puerta del comedor.
– ¿Mamá dónde está la comida? Te dije que la tuvieras
preparada. He quedado en media hora y no me da tiempo a hacerme nada. Voy a
tener que comer fuera. Yo no sé qué trabajo te costaba batir cuatro huevos y
cortar dos tomates. ¿Y esas maletas? ¿Y esa ropa? ¿Se puede saber por qué coño
te ha dado ahora?– Escupe las palabras y gesticula con los hombros hacia
delante como un simio.
– Pues mira… –Altagracia le replica calmada, ignorando
el maltrato. Por dentro piensa “te jodes”, por fuera oculta una sonrisa de
satisfacción –Me voy a Córdoba, y esas son las cosas que me llevo. Tú hermana
ya me ha dicho que me va a llevar ella. Tú padre no viene porque dice que es un
viaje muy largo, pero yo le he dicho que a mi él no me hace falta para nada.
–Madre mía, cada día estás peor. Papá está muerto,
M-U-E-R-T-O y Sol no te va a llevar a ningún sitio. Tienes Alzheimer mamá y se
te va la cabeza, un día de estos voy a entrar por la puerta y no vas a saber
quién soy. Vete mentalizando que el día menos pensado tienes que irte a una
residencia porque así no puedes estar sola – discutía con su madre como lo haría
un adolescente rabioso. Durante la primera semana que pasó en casa de
Altagracia trataba de cuidar de ella, estaba pendiente de sus movimientos y se
preocupaba por si tomaba la medicación, pero la situación le superó y no tardó
en desesperarse. La falta de delicadeza, empatía o de capacidad de sacrificio no
tardaron en mostrar al verdadero Damián. La carencia de tacto y su despotismo
era algo que se le había permitido desde muy joven y con su madre enferma no
iba a ser distinto. Era un ser humano detestable.
– Tsk, tsk, tsk– Chasqueaba la lengua mientras negaba
con la cabeza – A una residencia no. Me voy a Córdoba. Tengo que ver a mi
gente. Allí me quieren, allí nos ayudamos los unos a los otros. Si yo no
tuviera para comer Anita me daría de su pan, aunque ella tuviera que comer
menos.
–Mamá, que no vas a ir a ningún sitio, estás vieja y
te duele todo. Si aquí estás como una reina y allí quedan solo cuatro viejos.
Tú Córdoba ya no existe– Damián insistía, le daba igual que su adversario fuera
una mujer que estaba desapareciendo, él tenía que ganar la batalla.
– Quiero ir a Córdoba, y si no me lleváis me cojo un
tren de esos que corren mucho y me planto allí en una mañana. ¿Quién eres tú
para decirme a mí que no? He bregado con ustedes toda la vida, he limpiado de
rodillas, he soportado a tu padre y todo por ustedes. Yo voy a prepararme una
maletilla y pasado mañana me voy, mañana no puedo porque tengo que dejarte la
comida hecha porque eres un inútil y no sabes hacer nada bien. Cómo una reina
dice el tío, yo no he llevado una corona en mi vida. He sido vuestra esclava –
Altagracia señalaba con el dedo a su hijo aunque en sus palabras no había ira –
¿Cuatro viejos? Esos viejos son mi familia, gente con la que corrí debajo de
las bombas, personas buenas que me han querido y cuidado más de lo que tú has
hecho en tu vida. Qué me importa a mí como sea Córdoba ahora. Yo quiero ver mi
tierra, oler los campos y abrazar a mi familia antes de morirme. Ahora me voy a
la cama porque estoy muy cansada y porque no quiero sentir más tus tonterías.
Toda la vida sufriendo para que tuvieseis una buena vida y miraos, a cada cual
con menos corazón y más cobarde.
Damián se queda paralizado, su madre nunca antes le
había hablado de esa manera, jamás le había dejado sin comer. Sale del piso
asustado y llama a su hermana para que ella se encargue del asunto.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad a Altagracia,
hacía medio año, sus cinco hijos se reunieron en casa de Sol. Aquel día el
primogénito y el pequeño tomaron posiciones y se sentaron juntos frente a sus
tres hermanas. La idea de la residencia se descartó inmediatamente. La enferma
había repetido en varias ocasiones que para ella sería muy humillante acabar en
un “sitio de viejos” donde cualquiera la limpiara, o le diera de comer. Si
alguien tenía que ver sus miserias debía ser de la familia. No había trabajado
toda su vida para ser una abuela abandonada. La menor de los hermanos tenía muy
presentes las palabras de su madre y no estaba dispuesta a incumplir sus
deseos.
– Podemos pagar a una mujer para que venga por las
mañanas, le puede preparar la comida, limpiar la casa y asegurarse de que se ha
tomado las medicinas. Lo más importante es que tome su medicación, igual podría
ser alguien que ella conociera para que se sienta más cómoda– dijo la hermana
mayor.
– Sí, podemos contratar a una sudamericana, que se les
paga menos. Que venga le haga cuatro cosas y listo– el hermano mayor, casado
con una Hondureña, hablaba con su tono despectivo habitual mientras Damián
asentía con la cabeza.
– No, no, no- la hermana mediana se levantó y se puso
a dar vueltas por la habitación indignada– si viene una mujer, sea de donde
sea, tiene que ser una profesional. Hay que hacerle un contrato y pagarle según
convenio– decía en un alarde de valentía que le otorgaba el tener a sus
hermanas con ella. Era una ardua defensora de los derechos laborales y tragaba
carros y carretas en su empresa.
– Sí hombre, ¿y qué más?, yo no pago más de cien euros
al mes. Total, lo de las medicinas lo puede ir mirando Sol, como siempre ha
hecho. Mientras la mama vaya apuntando el azúcar todos los días, Sol puede
controlarla– Todos miraron a la hermana pequeña.
–De momento a mamá no se le olvida la insulina, ni
mirarse los niveles de azúcar. Ella lo apunta en su libreta todos los días. De
todos modos, le voy a poner una alarma en la cocina con un letrero para la
insulina y otra alarma en el comedor al lado del glucómetro. Para la nueva
medicación ya idearé algo. Lo que me preocupa es la comida, o no come y le dan
bajones de azúcar o se pone ciega a dulces. Harta estoy de registrarle la casa–
la hija pequeña permanecía calmada mientras hablaba– Me parece vergonzoso que
miréis el dinero cuando se trata de mamá. Yo no la voy a mover de su casa, y no
le voy a meter a nadie que la cuide porque ella no va a querer y todavía no
está tan mal como para imponerle cosas. Somos cinco, entre todos podríamos
hacer su vida mucho más fácil. Hasta tú podrías llamarla de vez en cuando por
teléfono para controlarla un poco o alegrarle el día– Se dirigía a su hermana
mayor, la que vivía fuera.
Altagracia hacía tiempo que necesitaba de atención por
parte de sus hijos pero la mayoría solo acudían a ella cuando necesitaban de
cualquiera de sus servicios. Todos permanecieron callados. La mediana dijo que
se llevaría a su madre a casa todos los domingos, comería en familia y podría
llevarse la cena hecha, así descansaría un día de la cocina. La mayor
simplemente asintió, nunca había cuidado de su madre y entendía que no tenía
derecho a réplica. Para ella era un alivio vivir lejos de aquella locura. Los
dos hermanos se levantaron y tras un “haced lo que queráis” se marcharon
criticando a sus hermanas, librándose de cualquier responsabilidad. Desde aquel encuentro no se había vuelto a tratar el
tema y, a pesar de que las circunstancias habían cambiado, las obligaciones de
cada uno no habían variado.
Sol estaba en la farmacia comprando las medicinas para
Altagracia, y aún tenía que pasar por el
médico para pedirle cita para la curva de azúcar. Al oír a su hermano se
angustió. Recordar la vida que había llevado su madre y tener que aceptar que
ni si quiera tendría una vejez digna le destrozaba. No era justo que perdiera
la cabeza, merecía pasar el resto de sus años tranquila y morir plácidamente en
la cama. Llegó a casa de Altagracia una hora después y se la
encontró sentada en la cama con una maleta abierta junto a ella. Se agachó a su
lado, y esperó hasta que su madre la mirase. La acarició y le preguntó si
estaba bien.
– Sí, es que no sé qué llevarme. Porque si vamos al
pueblo, allí puedo ir en bata– era como llamaba a los vestidos anchos que se
abrochaban por delante, eran cómodos y podía ponérselos fácilmente– pero si las
hermanas de tu padre quieren ir a la ciudad tendré que llevarme algo más
curioso –Altagracia miraba a su hija con sus ojos pequeños, oscuros y
vidriosos. Mostraba una leve sonrisa y una actitud un tanto infantil, de niña
presumida.
– Mamá yo no puedo llevarte a Córdoba, no me encuentro
bien, y me da miedo que me dé un dolor en el camino y nos quedemos tiradas.
Además mamá, a ti te duelen los huesos y son muchas horas sentadas en el coche.
Tampoco puedes irte tu sola en el Ave. Los trenes no se paran cuando tú
quieres, si te sientes encerrada no puedes salir.
– Bueno, pues entonces que me lleve la niña, si tú se
lo pides no va a decir que no. Yo tengo dinero y podemos alquilar una furgoneta
de esas grandes y cómodas. Yo con ir unos días me conformo. Os traeré a todos
comida del pueblo, de esa rica que os gustaba tanto de pequeños– El valor que
le otorgaba Altagracia a la comida no era el mismo que le daban sus hijos, para
ella, que había pasado hambre, la comida era el mayor de los regalos.
– Vamos a hacer una cosa mamá, yo me encargo de las
maletas. Siéntate en tu sitio y ponte la novela que ya ha empezado. Te voy a
preparar algo de comer y te lo traigo. Luego sales al paseo con tus amigas,
mientras tanto tiendo la ropa y pongo otra lavadora. Antes de irme te lo dejo
todo bien colocado como a ti te gusta. Yo tengo que ver a la niña mañana, le
diré lo que me has dicho. Hasta entonces tendrás que quedarte quietecita ¿vale?
–mentía con la esperanza de que el viaje se le olvidara.
Al día siguiente, por la mañana, Sol recibía la
llamada de su sobrina, la niña. Mariona había vivido desde los dieciséis años
con Sol y tenían una relación que superaba los lazos familiares. Mariona la
quería de forma desinteresada, por encima de cualquier cosa, persona o
circunstancia.
–Dime guapa – Contestó la tía – ¿Cómo es que me llamas
a estas horas?
– Hola. Me ha llamado la abuela, que dice que tú
le has dicho que la voy a llevar a Córdoba. Ya sé que no es cierto, pero la
mujer tiene un gran interés en ir, me lo ha pedido por favor. Hasta
me ha dicho que la Roja podía venir con nosotras, que a ella la perrita no le
molesta. Creo que deberíamos hablar. Por otro lado ayer dejé el trabajo. No te
preocupes, está todo bien. Ahora lo importante es la abuela. Yo me la llevo. Ya sé que le voy a tener que echar mucha
paciencia pero teniendo en cuenta lo que ella ha hecho por mí no puedo
decirle que no. Lleva años encerrada en ese piso, solo te ve a ti y cuando vas
es para trabajar como una burra. Al resto nos ve de pascuas a ramos. Bueno, ahora tiene al
discapacitado de su hijo ahí, pero solo le da castigo. Voy a mirar unas cosas y
me paso por tu casa luego, tú no te agobies que no hay nada decidido, si no te
convence la idea le damos la vuelta y ya está. Te veo en un rato – Mariona
colgó, no quería replicas o negativas por teléfono.
Había preparado el itinerario. En el viaje
había tres paradas obligatorias. Una para dormir. Había pensado salir un rato
después del paseo, la abuela tendría menos energía. Pararían nada más entrar en
Valencia, allí había una casa rural apartada del jaleo, donde podrían dormir
con la perra. Ya había hablado con una hermana de su abuelo, la que vivía en el
centro del pueblo, pasarían allí una semana. Ella les acondicionaría una
habitación donde dormirían tranquilas. La habitación disponía de una llave, así
que Mariona podía descansar sabiendo que la abuela no salía fuera en plena
noche. Vendrían a ver a Altagracia a casa y saldrían a caminar por el pueblo
cuando la abuela quisiera. También había reservado un monovolumen, solo quedaba
confirmar. Llevarían una neverita eléctrica para la insulina. Habría que tener
en cuenta que se saltaría la dieta, pero de todas maneras ya lo hacía en casa.
– ¿Y si se pone agresiva?, ¿qué vas a hacer si de
repente se le cruzan los cables o no te conoce?– Sol siempre se ponía en lo
peor, había que planear estrategias para resolver cualquier situación.
– Le digo a la Roja que vaya con la abuela. ¿No te has
dado cuenta de que la perra la mantiene en el presente? La distrae, le provoca
ternura y aunque no la recuerde al principio, acaba siempre por llamarla por su
nombre. De momento tenemos esa baza, la perra es territorio neutral y la Roja
sabe tratar a la nueva abuela. Se ha vuelto muy prudente, primero establece
contacto visual y sopesa su estado. La abuela no es agresiva, puede que se
encabrone pero se le puede reconducir. No tengo duda de que por ahora puedo
manejarla. Este viaje lo tiene que hacer ya, más tarde no sabemos cómo estará y
se merece que hagamos lo que ella quiere. Yo ahora puedo, y seguro que me
estresaré y cansaré pero es un precio muy bajo si ella vive momentos de
felicidad. Piensa una cosa… desde un punto de vista egoísta las dos necesitamos
que yo haga esto, por el bien de nuestras conciencias.
Sol no dijo nada durante un rato, miraba los papeles
que Mariona había puesto delante de ella. – Vamos a decírselo a la abuela.
Tenemos que comprar una cámara pequeña para que puedas grabarlo todo. Las
imágenes le ayudaran a recordar. Ah!, y no le vamos a decir nada a nadie, ya
lidiaré yo con las criticas cuando te hayas ido– Saber que hacía justicia le
daba fuerzas para enfrentarse a los que no aportaban pero siempre estaban
dispuestos a criticar.
– Escúchame– Mariona dio dos golpes suaves con la
palma de la mano sobre la mesa, la señal evitó que su tía se levantara-–
Después del viaje iremos tú y yo a mirar residencias– espero un par de segundos
la reacción y continuó hablando– Tú no puedes más, y no es justo. Creo que es
mejor hacerlo pronto para que pueda conectar con la gente. No te lo va a tener
en cuenta como tú piensas, ningún sentimiento le dura demasiado. Podrás estar
con ella de otra manera, sin tener que estar a su lado para trabajar. En casa
se aburre desde hace mucho tiempo. Buscaremos un sitio donde pueda salir a
pasear, la podremos traer al barrio de vez en cuando. Aquí vuelve a ser esclava
de alguien, eso no es vida. Después de tantos años es hora de que deje de
aguantar. Tú ahora lo piensas y te sientes mal, pero te sentirás peor el día
que suceda algo grave, algo que se hubiera podido evitar si hubiera estado
controlada. Yo desgraciadamente no puedo obligarte a nada pero no quiero seguir
viendo como cuidas de ella estando como estás.
Sol estaba agotada, no tenía fuerzas para argumentar
en contra y asentía con la cabeza. Disponía de una semana para sopesar el tema,
sabía que era el siguiente paso, lo más seguro para su madre, pero le costaba
no concebir la idea como un abandono.
Tras un alto en unos grandes almacenes para comprar
todo lo necesario para el viaje, tía y sobrina fueron a ver a Altagracia.
Damián había salido y ambas se sintieron aliviadas por no tener que verlo. La
abuela estaba viendo la tele, hacía poco que había llegado del paseo y todavía
estaba agitada. A veces se ponía nerviosa porque no reconocía a la señora
Pepita, una de las dos vecinas con las que salía a caminar. A pesar de ello se
callaba porque no le gustaba ser maleducada. Se limitaba a escuchar a la mujer.
Después cuando la dejaban en su casa la criticaba con Isabel, que vivía en su
mismo bloque. Le decía que era una chismosa y que se metía donde no la
llamaban, no le gustaba que le hiciera preguntas de su familia cuando no la
conocía de nada. Roja, el chucho geriátrico de Mariona, entró primero.
Cruzó el pasillo trotando y se detuvo en la puerta del comedor. Despacio se
asomó al hueco entre la mesa y el sofá que le permitía ver a Altagracia sentada
en su butaca. Cuando sacó su pequeña cabeza la abuela sonrió –Si está aquí mi Roja–.
La perra caminó contenta hasta ella y apoyó con cuidado sus patas en las
rodillas de la humana. Con la edad se había vuelto más transigente con los
animales y desde que le diagnosticaron Mariona había trabajado para crear un
vínculo entre su abuela y la perra. Había leído varios artículos que hablaban
de los beneficios que tenían los canes sobre las personas que habían empezado a
olvidar. Altagracia acariciaba a la perrita ignorando la entrada de Sol y
Mariona. Roja lograba mantener su atención más que cualquier otra cosa.
Tía y sobrina se sentaron en el sofá y observaron un
rato a la abuela antes de hablar. –Mamá, mañana te vas con la niña a Córdoba.
Ya está todo preparado, pero tienes que prometerme que le vas a hacer caso. Lo
vamos a dejar todo listo y después del paseo os vais– Le hablaba como se le
habla a un niño cuando pretendes que lo entienda todo y no se excite, de forma
pausada y con cariño.
– ¿Yo?, ¿y qué voy a hacer yo en Córdoba?, ¿y quién va
a cuidar de tu hermano? No se puede dejar solo a un niño chico. A Córdoba
dice…– Altagracia hablaba con la vista clavada en el televisor.
Mariona y Sol se miraron, esa respuesta era probable–
Abuela, tenemos que ir porque la hermana del abuelo quiere verte, me ha llamado
y me ha pedido que vayamos. Todos están esperándote. Yo ahora tengo vacaciones
y en otro momento no podremos ir– la niña se había acercado a Altagracia
interponiéndose entre la tele y ella.
–Ah pues sí, porque ya le dije yo ayer a tu
hermano–miraba a Sol–que quería ir a Córdoba a ver a mi gente pero este como es
gilipollas y no echa cuentas de nadie me había dicho que yo ya no podía ir, que
estaba vieja. Como si los viejos no fueran a los sitios igual que todo el
mundo.
–Pero mamá no le puedes decir nada a nadie, porque si
lo dices no te dejaran ir, hay que marcharse a escondidas– en ese momento
Damián entraba por la puerta y Altagracia se llevaba el índice a los labios con
una sonrisa traviesa y los ojos más pequeños que nunca debido a la felicidad.
A mi abuela y a mi tía Uche, por rescatarme muchas veces a lo largo de la infancia y la adolescencia.