martes, 13 de noviembre de 2018

Nunca es tarde para un instante de felicidad



Altagracia está de pie en la cocina, frente a la vitrocerámica. Había estado buscando las cerillas para encender el fuego, pero el pitido que provocó el trapo que tapaba los mandos le recordó que solo tenía que presionar un punto de la superficie para poder cocinar. Siente un dolor agudo en las rodillas, que tienen que soportar su pesado cuerpo. Ella es una octogenaria de huesos anchos, la más alta de los mayores del barrio. En las fotos de la asociación de vecinos, donde aprende a pintar, siempre sobresale de forma sustancial por encima de los demás. En su cabeza el cabello está estratégicamente colocado, cargado de laca, para disimular las zonas despobladas. Sus manos artríticas manejan con dificultad la cuchara de madera con la que remueve lentamente y a intervalos la leche del cazo. Mientras ella se pierde en una realidad pasada la leche hirviendo rebosa. El ruido del microondas la devuelve al presente y apaga el fuego. Camina despacio, balanceándose de lado a lado hasta el electrodoméstico. Saca el café y lo mezcla con la leche del cacito. Se sienta en la mesa y mira fijamente el plato vacío que espera unas tostadas que vuelve a calentar.

– ¿Qué pasa mamá?, ¿cómo has dormido? – Le pregunta Damián, el menor de sus hijos. Lleva dos meses viviendo con ella. Un año después del nacimiento de su bebé, su mujer pensó que con un solo hombre en su vida sería más feliz y le pidió el divorcio. Damián volvió a casa de su madre con la excusa de servirle de apoyo.

– ¿Cómo va a ir? Pues mal, como siempre. No cerré los ojos hasta las tres de la mañana por lo menos. Luego te oí llegar a las cuatro y ya no pude dormir más. En la tele no echan nada a esas horas, así que he estado mirando por la ventana hasta que ya no aguantaba más acostada– Ella le responde mirándole a la cara buscando algún tipo de contacto. Él no la mira.

– Mamá no sé para qué calientas el café en el microondas y la leche en el fuego, luego te quejas de que siempre estás limpiando. No veas cómo has puesto la vitro – se ha servido en una taza el café que quedaba frío en la encimera y la leche sobrante. Ha pronunciado sus últimas palabras fuera de la cocina.

Para sacar a sus hijos adelante Altagracia había trabajado cada día de su vida. Pasó muchas temporadas doblada sobre la tierra hasta que el dinero que ganó junto a su esposo les dio para montar un pequeño comercio. Durante unos años se encargó de atender la tienda, al mismo tiempo criaba a sus tres hijos mayores, llevaba la casa y cuidaba de los animales que tenían en el corral. Cuando el mayor de sus hijos cumplió los diez vendieron el negocio y la casa para mudarse a Bélgica. Allí se ganaba más dinero decía la gente, y en un pueblecito fronterizo encontró trabajo en una fábrica, lejos de casa. Se pasaba todo el día fuera mientras su madre le hacía de niñera. Al regresar a España se instalaron en Barcelona donde se empleó como cocinera en un importante restaurante, las jornadas eran interminables. Más adelante lo dejó para limpiar oficinas de noche, incluidos los fines de semana. Ella, que había sufrido las privaciones y había vivido el horror de la guerra, no quería que a ninguno de sus hijos les faltara de nada. Su principal anhelo era que estudiaran para ser alguien en la vida.

– Mamá me voy a nadar un rato, vendré a la hora de la comida. Hazme una tortilla de patatas y una ensalada que con eso como. Venga guapa nos vemos luego– Tras el golpe de la puerta el piso queda en silencio, como siempre desde hace años. La soledad que entristece y aburre a Altagracia le otorga el descanso de no estar pendiente de las necesidades de los demás.

Después del último sorbo de café, el plato sigue vacío y el pan echa humo dentro de la tostadora porque Altagracia ha calentado las tostadas más de tres veces. Se levanta de la mesa sin haber ingerido nada sólido. Un despertador situado en una balda de la cocina imita el sonido de un gallo. El volumen de la alarma le indica a todo el bloque que son las diez y media de la mañana. Ella lo mira y encuentra a su lado una pizarra grande en la que hay escrito en letras rojas “Mamá la insulina, son cuatro rayitas”. Obedece, saca la medicación de la nevera y se inyecta en la barriga la dosis que calcula mirando y contando una y otra vez las rayas de la pluma de insulina. Cansada se dirige a su butaca, la que está situada en el comedor, entre la puerta del balcón y la tele. Se deja caer sobre ella para evitar doblar las rodillas. Mira hacia la calle. Los rayos que emite el sol de la primavera le calientan la cara y el calor le recuerda a su tierra; a la vida en la calle, a sus hijos jugando delante del portal de casa, a aquellos que con ella resurgieron de la nada después de que el ejército arrasara con sus pertenencias. Apoya la cabeza en una de las orejas del sillón y se duerme.
Suena el teléfono pero Altagracia no se despierta, está agotada. Es la llamada diaria de su hija la mayor, la que vive lejos. Normalmente hablan diez minutos pero la conversación está vacía, hace mucho que no se ven y Altagracia no tiene tantas historias que contar. Tampoco le apetece atender las mismas quejas sobre la vida todos los días.
Suena un llavero cargado y se abre la puerta. Sol, la hija pequeña, anterior a Damián, viene a hacer las tareas que su madre le exige. Cruza el pasillo cargada de bolsas y llega al comedor sin aliento.

– ¿Mamá, estás durmiendo? – dice bajito mientras suelta la carga sobre la mesa.

Ante la falta de respuesta se dedica a colocar la compra; las sábanas nuevas que Altagracia no necesita pero que se ha empeñado en tener, el ventilador pequeño, igual que el de la vecina, porque hay que estar preparada para el verano que luego en su cuarto hace mucho calor, y la verdura que compra semanalmente en el mercado de los agricultores de la zona. Sol tiene que hacer el cambio de armario. Sacar los abrigos y jerséis del ropero para meterlos en el altillo, y bajar de este los vestidos y la colcha fina. Hace montones con la ropa para lavar y tender durante el día. Después de poner la primera lavadora sale de casa para acudir a su cita con el médico. Sol padece una enfermedad crónica y no puede trabajar, pero sus dolores no la excusan del cuidado de su madre, ni de sus hermanos, ni de sus sobrinos. Cumple con una antigua tradición donde la hija pequeña debe dedicarse a cubrir las necesidades de la familia.
Un portazo despierta a Altagracia. Después de unos largos segundos necesarios para activar de nuevo su mente no entiende por qué su ropa está doblada encima del sofá, ni por qué hay maletas abiertas sobre la mesa. Damián se detiene en la cocina y ve que no tiene preparada la comida, cruza el pasillo furioso y se para en el umbral de la puerta del comedor.

– ¿Mamá dónde está la comida? Te dije que la tuvieras preparada. He quedado en media hora y no me da tiempo a hacerme nada. Voy a tener que comer fuera. Yo no sé qué trabajo te costaba batir cuatro huevos y cortar dos tomates. ¿Y esas maletas? ¿Y esa ropa? ¿Se puede saber por qué coño te ha dado ahora?– Escupe las palabras y gesticula con los hombros hacia delante como un simio.

– Pues mira… –Altagracia le replica calmada, ignorando el maltrato. Por dentro piensa “te jodes”, por fuera oculta una sonrisa de satisfacción –Me voy a Córdoba, y esas son las cosas que me llevo. Tú hermana ya me ha dicho que me va a llevar ella. Tú padre no viene porque dice que es un viaje muy largo, pero yo le he dicho que a mi él no me hace falta para nada.

–Madre mía, cada día estás peor. Papá está muerto, M-U-E-R-T-O y Sol no te va a llevar a ningún sitio. Tienes Alzheimer mamá y se te va la cabeza, un día de estos voy a entrar por la puerta y no vas a saber quién soy. Vete mentalizando que el día menos pensado tienes que irte a una residencia porque así no puedes estar sola – discutía con su madre como lo haría un adolescente rabioso. Durante la primera semana que pasó en casa de Altagracia trataba de cuidar de ella, estaba pendiente de sus movimientos y se preocupaba por si tomaba la medicación, pero la situación le superó y no tardó en desesperarse. La falta de delicadeza, empatía o de capacidad de sacrificio no tardaron en mostrar al verdadero Damián. La carencia de tacto y su despotismo era algo que se le había permitido desde muy joven y con su madre enferma no iba a ser distinto. Era un ser humano detestable.

– Tsk, tsk, tsk– Chasqueaba la lengua mientras negaba con la cabeza – A una residencia no. Me voy a Córdoba. Tengo que ver a mi gente. Allí me quieren, allí nos ayudamos los unos a los otros. Si yo no tuviera para comer Anita me daría de su pan, aunque ella tuviera que comer menos.

–Mamá, que no vas a ir a ningún sitio, estás vieja y te duele todo. Si aquí estás como una reina y allí quedan solo cuatro viejos. Tú Córdoba ya no existe– Damián insistía, le daba igual que su adversario fuera una mujer que estaba desapareciendo, él tenía que ganar la batalla.

– Quiero ir a Córdoba, y si no me lleváis me cojo un tren de esos que corren mucho y me planto allí en una mañana. ¿Quién eres tú para decirme a mí que no? He bregado con ustedes toda la vida, he limpiado de rodillas, he soportado a tu padre y todo por ustedes. Yo voy a prepararme una maletilla y pasado mañana me voy, mañana no puedo porque tengo que dejarte la comida hecha porque eres un inútil y no sabes hacer nada bien. Cómo una reina dice el tío, yo no he llevado una corona en mi vida. He sido vuestra esclava – Altagracia señalaba con el dedo a su hijo aunque en sus palabras no había ira – ¿Cuatro viejos? Esos viejos son mi familia, gente con la que corrí debajo de las bombas, personas buenas que me han querido y cuidado más de lo que tú has hecho en tu vida. Qué me importa a mí como sea Córdoba ahora. Yo quiero ver mi tierra, oler los campos y abrazar a mi familia antes de morirme. Ahora me voy a la cama porque estoy muy cansada y porque no quiero sentir más tus tonterías. Toda la vida sufriendo para que tuvieseis una buena vida y miraos, a cada cual con menos corazón y más cobarde.

Damián se queda paralizado, su madre nunca antes le había hablado de esa manera, jamás le había dejado sin comer. Sale del piso asustado y llama a su hermana para que ella se encargue del asunto.

Cuando le diagnosticaron la enfermedad a Altagracia, hacía medio año, sus cinco hijos se reunieron en casa de Sol. Aquel día el primogénito y el pequeño tomaron posiciones y se sentaron juntos frente a sus tres hermanas. La idea de la residencia se descartó inmediatamente. La enferma había repetido en varias ocasiones que para ella sería muy humillante acabar en un “sitio de viejos” donde cualquiera la limpiara, o le diera de comer. Si alguien tenía que ver sus miserias debía ser de la familia. No había trabajado toda su vida para ser una abuela abandonada. La menor de los hermanos tenía muy presentes las palabras de su madre y no estaba dispuesta a incumplir sus deseos.

– Podemos pagar a una mujer para que venga por las mañanas, le puede preparar la comida, limpiar la casa y asegurarse de que se ha tomado las medicinas. Lo más importante es que tome su medicación, igual podría ser alguien que ella conociera para que se sienta más cómoda– dijo la hermana mayor.

– Sí, podemos contratar a una sudamericana, que se les paga menos. Que venga le haga cuatro cosas y listo– el hermano mayor, casado con una Hondureña, hablaba con su tono despectivo habitual mientras Damián asentía con la cabeza.

– No, no, no- la hermana mediana se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación indignada– si viene una mujer, sea de donde sea, tiene que ser una profesional. Hay que hacerle un contrato y pagarle según convenio– decía en un alarde de valentía que le otorgaba el tener a sus hermanas con ella. Era una ardua defensora de los derechos laborales y tragaba carros y carretas en su empresa.

– Sí hombre, ¿y qué más?, yo no pago más de cien euros al mes. Total, lo de las medicinas lo puede ir mirando Sol, como siempre ha hecho. Mientras la mama vaya apuntando el azúcar todos los días, Sol puede controlarla– Todos miraron a la hermana pequeña.

–De momento a mamá no se le olvida la insulina, ni mirarse los niveles de azúcar. Ella lo apunta en su libreta todos los días. De todos modos, le voy a poner una alarma en la cocina con un letrero para la insulina y otra alarma en el comedor al lado del glucómetro. Para la nueva medicación ya idearé algo. Lo que me preocupa es la comida, o no come y le dan bajones de azúcar o se pone ciega a dulces. Harta estoy de registrarle la casa– la hija pequeña permanecía calmada mientras hablaba– Me parece vergonzoso que miréis el dinero cuando se trata de mamá. Yo no la voy a mover de su casa, y no le voy a meter a nadie que la cuide porque ella no va a querer y todavía no está tan mal como para imponerle cosas. Somos cinco, entre todos podríamos hacer su vida mucho más fácil. Hasta tú podrías llamarla de vez en cuando por teléfono para controlarla un poco o alegrarle el día– Se dirigía a su hermana mayor, la que vivía fuera.

Altagracia hacía tiempo que necesitaba de atención por parte de sus hijos pero la mayoría solo acudían a ella cuando necesitaban de cualquiera de sus servicios. Todos permanecieron callados. La mediana dijo que se llevaría a su madre a casa todos los domingos, comería en familia y podría llevarse la cena hecha, así descansaría un día de la cocina. La mayor simplemente asintió, nunca había cuidado de su madre y entendía que no tenía derecho a réplica. Para ella era un alivio vivir lejos de aquella locura. Los dos hermanos se levantaron y tras un “haced lo que queráis” se marcharon criticando a sus hermanas, librándose de cualquier responsabilidad. Desde aquel encuentro no se había vuelto a tratar el tema y, a pesar de que las circunstancias habían cambiado, las obligaciones de cada uno no habían variado.

Sol estaba en la farmacia comprando las medicinas para  Altagracia, y aún tenía que pasar por el médico para pedirle cita para la curva de azúcar. Al oír a su hermano se angustió. Recordar la vida que había llevado su madre y tener que aceptar que ni si quiera tendría una vejez digna le destrozaba. No era justo que perdiera la cabeza, merecía pasar el resto de sus años tranquila y morir plácidamente en la cama. Llegó a casa de Altagracia una hora después y se la encontró sentada en la cama con una maleta abierta junto a ella. Se agachó a su lado, y esperó hasta que su madre la mirase. La acarició y le preguntó si estaba bien.

– Sí, es que no sé qué llevarme. Porque si vamos al pueblo, allí puedo ir en bata– era como llamaba a los vestidos anchos que se abrochaban por delante, eran cómodos y podía ponérselos fácilmente– pero si las hermanas de tu padre quieren ir a la ciudad tendré que llevarme algo más curioso –Altagracia miraba a su hija con sus ojos pequeños, oscuros y vidriosos. Mostraba una leve sonrisa y una actitud un tanto infantil, de niña presumida.

– Mamá yo no puedo llevarte a Córdoba, no me encuentro bien, y me da miedo que me dé un dolor en el camino y nos quedemos tiradas. Además mamá, a ti te duelen los huesos y son muchas horas sentadas en el coche. Tampoco puedes irte tu sola en el Ave. Los trenes no se paran cuando tú quieres, si te sientes encerrada no puedes salir.

– Bueno, pues entonces que me lleve la niña, si tú se lo pides no va a decir que no. Yo tengo dinero y podemos alquilar una furgoneta de esas grandes y cómodas. Yo con ir unos días me conformo. Os traeré a todos comida del pueblo, de esa rica que os gustaba tanto de pequeños– El valor que le otorgaba Altagracia a la comida no era el mismo que le daban sus hijos, para ella, que había pasado hambre, la comida era el mayor de los regalos.

– Vamos a hacer una cosa mamá, yo me encargo de las maletas. Siéntate en tu sitio y ponte la novela que ya ha empezado. Te voy a preparar algo de comer y te lo traigo. Luego sales al paseo con tus amigas, mientras tanto tiendo la ropa y pongo otra lavadora. Antes de irme te lo dejo todo bien colocado como a ti te gusta. Yo tengo que ver a la niña mañana, le diré lo que me has dicho. Hasta entonces tendrás que quedarte quietecita ¿vale? –mentía con la esperanza de que el viaje se le olvidara.

Al día siguiente, por la mañana, Sol recibía la llamada de su sobrina, la niña. Mariona había vivido desde los dieciséis años con Sol y tenían una relación que superaba los lazos familiares. Mariona la quería de forma desinteresada, por encima de cualquier cosa, persona o circunstancia.

–Dime guapa – Contestó la tía – ¿Cómo es que me llamas a estas horas?

– Hola. Me ha llamado la abuela, que dice que tú le has dicho que la voy a llevar a Córdoba. Ya sé que no es cierto, pero la mujer tiene un gran interés en ir, me lo ha pedido por favor. Hasta me ha dicho que la Roja podía venir con nosotras, que a ella la perrita no le molesta. Creo que deberíamos hablar. Por otro lado ayer dejé el trabajo. No te preocupes, está todo bien. Ahora lo importante es la abuela. Yo me la llevo. Ya sé que le voy a tener que echar mucha paciencia pero teniendo en cuenta lo que ella ha hecho por mí no puedo decirle que no. Lleva años encerrada en ese piso, solo te ve a ti y cuando vas es para trabajar como una burra. Al resto nos ve de pascuas a ramos. Bueno, ahora tiene al discapacitado de su hijo ahí, pero solo le da castigo. Voy a mirar unas cosas y me paso por tu casa luego, tú no te agobies que no hay nada decidido, si no te convence la idea le damos la vuelta y ya está. Te veo en un rato – Mariona colgó, no quería replicas o negativas por teléfono.

Había preparado el itinerario. En el viaje había tres paradas obligatorias. Una para dormir. Había pensado salir un rato después del paseo, la abuela tendría menos energía. Pararían nada más entrar en Valencia, allí había una casa rural apartada del jaleo, donde podrían dormir con la perra. Ya había hablado con una hermana de su abuelo, la que vivía en el centro del pueblo, pasarían allí una semana. Ella les acondicionaría una habitación donde dormirían tranquilas. La habitación disponía de una llave, así que Mariona podía descansar sabiendo que la abuela no salía fuera en plena noche. Vendrían a ver a Altagracia a casa y saldrían a caminar por el pueblo cuando la abuela quisiera. También había reservado un monovolumen, solo quedaba confirmar. Llevarían una neverita eléctrica para la insulina. Habría que tener en cuenta que se saltaría la dieta, pero de todas maneras ya lo hacía en casa.

– ¿Y si se pone agresiva?, ¿qué vas a hacer si de repente se le cruzan los cables o no te conoce?– Sol siempre se ponía en lo peor, había que planear estrategias para resolver cualquier situación.

– Le digo a la Roja que vaya con la abuela. ¿No te has dado cuenta de que la perra la mantiene en el presente? La distrae, le provoca ternura y aunque no la recuerde al principio, acaba siempre por llamarla por su nombre. De momento tenemos esa baza, la perra es territorio neutral y la Roja sabe tratar a la nueva abuela. Se ha vuelto muy prudente, primero establece contacto visual y sopesa su estado. La abuela no es agresiva, puede que se encabrone pero se le puede reconducir. No tengo duda de que por ahora puedo manejarla. Este viaje lo tiene que hacer ya, más tarde no sabemos cómo estará y se merece que hagamos lo que ella quiere. Yo ahora puedo, y seguro que me estresaré y cansaré pero es un precio muy bajo si ella vive momentos de felicidad. Piensa una cosa… desde un punto de vista egoísta las dos necesitamos que yo haga esto, por el bien de nuestras conciencias.

Sol no dijo nada durante un rato, miraba los papeles que Mariona había puesto delante de ella. – Vamos a decírselo a la abuela. Tenemos que comprar una cámara pequeña para que puedas grabarlo todo. Las imágenes le ayudaran a recordar. Ah!, y no le vamos a decir nada a nadie, ya lidiaré yo con las criticas cuando te hayas ido– Saber que hacía justicia le daba fuerzas para enfrentarse a los que no aportaban pero siempre estaban dispuestos a criticar.

– Escúchame– Mariona dio dos golpes suaves con la palma de la mano sobre la mesa, la señal evitó que su tía se levantara-– Después del viaje iremos tú y yo a mirar residencias– espero un par de segundos la reacción y continuó hablando– Tú no puedes más, y no es justo. Creo que es mejor hacerlo pronto para que pueda conectar con la gente. No te lo va a tener en cuenta como tú piensas, ningún sentimiento le dura demasiado. Podrás estar con ella de otra manera, sin tener que estar a su lado para trabajar. En casa se aburre desde hace mucho tiempo. Buscaremos un sitio donde pueda salir a pasear, la podremos traer al barrio de vez en cuando. Aquí vuelve a ser esclava de alguien, eso no es vida. Después de tantos años es hora de que deje de aguantar. Tú ahora lo piensas y te sientes mal, pero te sentirás peor el día que suceda algo grave, algo que se hubiera podido evitar si hubiera estado controlada. Yo desgraciadamente no puedo obligarte a nada pero no quiero seguir viendo como cuidas de ella estando como estás.

Sol estaba agotada, no tenía fuerzas para argumentar en contra y asentía con la cabeza. Disponía de una semana para sopesar el tema, sabía que era el siguiente paso, lo más seguro para su madre, pero le costaba no concebir la idea como un abandono.

Tras un alto en unos grandes almacenes para comprar todo lo necesario para el viaje, tía y sobrina fueron a ver a Altagracia. Damián había salido y ambas se sintieron aliviadas por no tener que verlo. La abuela estaba viendo la tele, hacía poco que había llegado del paseo y todavía estaba agitada. A veces se ponía nerviosa porque no reconocía a la señora Pepita, una de las dos vecinas con las que salía a caminar. A pesar de ello se callaba porque no le gustaba ser maleducada. Se limitaba a escuchar a la mujer. Después cuando la dejaban en su casa la criticaba con Isabel, que vivía en su mismo bloque. Le decía que era una chismosa y que se metía donde no la llamaban, no le gustaba que le hiciera preguntas de su familia cuando no la conocía de nada. Roja, el chucho geriátrico de Mariona, entró primero. Cruzó el pasillo trotando y se detuvo en la puerta del comedor. Despacio se asomó al hueco entre la mesa y el sofá que le permitía ver a Altagracia sentada en su butaca. Cuando sacó su pequeña cabeza la abuela sonrió –Si está aquí mi Roja–. La perra caminó contenta hasta ella y apoyó con cuidado sus patas en las rodillas de la humana. Con la edad se había vuelto más transigente con los animales y desde que le diagnosticaron Mariona había trabajado para crear un vínculo entre su abuela y la perra. Había leído varios artículos que hablaban de los beneficios que tenían los canes sobre las personas que habían empezado a olvidar. Altagracia acariciaba a la perrita ignorando la entrada de Sol y Mariona. Roja lograba mantener su atención más que cualquier otra cosa.

Tía y sobrina se sentaron en el sofá y observaron un rato a la abuela antes de hablar. –Mamá, mañana te vas con la niña a Córdoba. Ya está todo preparado, pero tienes que prometerme que le vas a hacer caso. Lo vamos a dejar todo listo y después del paseo os vais– Le hablaba como se le habla a un niño cuando pretendes que lo entienda todo y no se excite, de forma pausada y con cariño.

– ¿Yo?, ¿y qué voy a hacer yo en Córdoba?, ¿y quién va a cuidar de tu hermano? No se puede dejar solo a un niño chico. A Córdoba dice…– Altagracia hablaba con la vista clavada en el televisor.

Mariona y Sol se miraron, esa respuesta era probable– Abuela, tenemos que ir porque la hermana del abuelo quiere verte, me ha llamado y me ha pedido que vayamos. Todos están esperándote. Yo ahora tengo vacaciones y en otro momento no podremos ir– la niña se había acercado a Altagracia interponiéndose entre la tele y ella.

–Ah pues sí, porque ya le dije yo ayer a tu hermano–miraba a Sol–que quería ir a Córdoba a ver a mi gente pero este como es gilipollas y no echa cuentas de nadie me había dicho que yo ya no podía ir, que estaba vieja. Como si los viejos no fueran a los sitios igual que todo el mundo.

–Pero mamá no le puedes decir nada a nadie, porque si lo dices no te dejaran ir, hay que marcharse a escondidas– en ese momento Damián entraba por la puerta y Altagracia se llevaba el índice a los labios con una sonrisa traviesa y los ojos más pequeños que nunca debido a la felicidad.

A mi abuela y a mi tía Uche, por rescatarme muchas veces a lo largo de la infancia y la adolescencia. 

*Cuento escrito para la antología benéfica a favor de la AAMA