Mariona se despertó con el timbre
de la puerta. Oyó a su abuela abrirle a la vecina, la señora Margarita, que
venía a traerle unos tomates “muy buenos” del mercado. Cuando cerró los ojos y
se dio la vuelta para continuar durmiendo una explosión la sobresaltó. Puso
atención, y escuchó el sonido de una boca de incendios escupiendo agua, los pasos de su abuela y un grito posterior a lo que parecía una caída.
Se levantó de un salto y se dirigió a la
cocina. Allí estaba la octogenaria tirada en el suelo, moviendo todas sus
extremidades como una tortuga que trata de darse la vuelta, y la olla a presión escupiendo las lentejas que la mujer había decidido hacer en pleno julio. La
vecina se había asomado y ante la situación había tomado la determinación de
llamar a la puerta de todos los habitantes del rellano. Mariona se dio cuenta
de que tan solo llevaba puestas unas bragas, pero no podía moverse porque la
mujer que yacía en el suelo trepaba por su pierna buscando incorporarse.
– Abuela me haces daño coño,
espérate un momento que me pongo algo y te ayudo – le dijo mientras trataba de
desincrustarse los gruesos dedos de su muslo.
– Que no! Que solo tengo que
pegarme en la pared y me levando. Ayúdame coño que la tonta esta está llamando
a los vecinos y no quiero que me vean así – la mujer la miraba desde el suelo
con los ojos pequeños y redondos, desesperados.
Mariona se zafó lo suficiente
para dar un paso y apartar el guiso, que seguía en erupción. Las paredes
estaban llenas de legumbres, verduras, y trozos de carne. El techo, de láminas
de aluminio, tenía la tapa de la olla incrustada. Las vecinas empezaron a
llegar, a esas horas solo las amas de casa estaban en sus hogares.
– Uh Niña! Pero si no llevas nada
encima – dijo la vecina del 3º A
– La niña, que le gusta dormir en
cueros. Mira que le he dicho cienes de veces que se ponga un camisón para
dormir, que luego hay que salir de casa corriendo y le ven todos los vecinos
las tetas. Es que hace lo que le da la gana.
Mariona había conocido a tantos
hombres que su abuela se moriría si supiera el número. A pesar de ello y de su
edad, era “la niña”. Utilizar esa palabra siempre indicaba una crítica,
ya fuera porque hacía lo que le daba la gana, porque no le gustaba dar
explicaciones o porque tenía mucho carácter y muy poca paciencia. Cuando la señora Margarita
amenazó con avisar al vecino de abajo, que trabajaba de noche, Mariona se
dirigió a la entrada y cerró de un portazo.
– Se acabó. Voy a vestirme, voy a
avisar a los de asistencia y te vas al hospital. Ni se te ocurra moverte y
como tengas algo roto te vas a enterar – recordó los meses de rehabilitación
por los que tuvo que pasar cuando la abuela se operó de la rodilla. Aquello fue
un infierno. La octogenaria cuestionaba cada ejercicio, y trataba de esquivarlo
con quejidos, lamentos y reproches.
Mariona se puso un vestido, pulsó
el botón de emergencia y llamó a su tía Sol para que fuera en la ambulancia.
Ella se daría una ducha, se calmaría e iría a buscarlas más tarde al hospital.
La abuela la miraba rabiosa. Diez minutos más tarde los ambulancieros, dos hombres enormes, levantaron a la mujer de noventa y dos
kilos como si fuera un muñeco, justo cuando Sol entraba por la puerta.
De vuelta del hospital Mariona
conducía. En el pequeño utilitario, donde a la abuela le costaba entrar y
salir, descargó su ira.
– La olla se va a tomar por culo.
Mil veces he dicho que la puta olla iba a explotar y nadie me ha hecho caso.
Mil veces lo he dicho, y por no pelearnos con ella mira lo que pasa – miraba por
el espejo retrovisor a su tía, había comentado un par de veces que aquello sucedería y nadie le hizo caso – tú te crees que yo me tengo que levantar
pensando que estoy en una puta guerra, y encima la otra no me hace ni puto
caso - Que quería levantarse dice, y si tienes algo roto ¿qué? -giraba la cabeza para mirar a su abuela, y está se aferraba al coche temiendo por su vida, miraba hacia delante para tener la visión que su nieta perdia al mirarla - Es que tiene
huevos la cosa, que pensabas, ¿que yo te podía levantar?. Que peso cincuenta kilos
abuela, y tengo el hombro destrozado. Y si quiero dormir en bragas duermo en bragas
y punto – la abuela hizo un intento de
replica pero quedo sofocado de inmediato con los últimos gritos – y ya te estás
adelgazando que no se puede ser tan grande, no te podemos mover.
Mariona llegó a casa, se quitó la ropa y se tumbó en bragas
debajo del aire acondicionado del comedor, con las piernas apoyadas en la pared, bajo la mirada de desaprobación su abuela. Esta se levantó con esfuerzo de su butaca, fue a por la laca y volvió a su asiento. Ante la mirada de su nieta asmática se descargó todo el bote sobre el pelo y sonrió.